viernes, 22 de noviembre de 2013

¡Culpable!

La culpa. Sentimiento común pero maldito. Todos, sin excepción, nos sentimos culpables alguna vez, no importa la edad, el sexo ni la condición. La culpa es tan humana como respirar.

El veneno de la culpa se extiende por la mente de una persona inexorablemente, más rápido o más lento, antes o después, pero al final, acaba conquistando la mente y haciendo daño. Nosotros, pobres inocentes, creemos que, pidiendo perdón, el veneno desaparecerá, la niebla de la culpabilidad se disipará y el sol volverá a brillar. Puede que sea así para algunos, pero para otros, la culpa acompaña toda la vida.
Sentirse culpable es una de las peores sensaciones que se pueden experimentar. La culpa se esconde, se camufla, parece que no está, que se ha dormido, incluso se ha ido, pero, en el momento más oportuno, ahí vuelve a estar, como un puñal se va clavando y va destrozando todo a su paso.

Lo más curioso es que es un sentimiento que normalmente, nosotros mismos creamos pero necesitamos la ayuda de los demás para destruir. La infección es autodestructiva, nos va matando y no sabemos qué hacer, podemos pedir perdón, hacer cosas para intentar compensar, regalos, flores… Pero al final, si realmente la sentimos y es profunda, no sirven para nada.

Hasta que alguien nos convence de que, lo que sea que nos produce la culpa, no es realmente culpa nuestra, o que ya no importa, que no nos guarda rencor y que nos perdona, que podemos estar en paz, hasta que no nos dan la cura, la infección no sana. Pero al sanar, llega su hermana, la vergüenza. Compañeras inseparables la culpa y la vergüenza por lo hecho visitan al huésped y ponen huevos.


La vergüenza, sin embargo, no es tan poderosa, y el propio organismo la destruye. Sin contemplaciones destruye la lacra y las crias y así, por fin, vuelve la paz.

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